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Columnista invitado
“A nivel constitucional, lo que logra el Acuerdo de Escazú es fortalecer y materializar el derecho fundamental a vivir en un ambiente sano y adecuado para el desarrollo, previsto en la Constitución vigente”
Escrito por: Jean Pierre Baca Balarezo
He tenido oportunidad de colaborar, desde el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, en el proceso de formación de la opinión sectorial que daría paso a la suscripción del Acuerdo de Escazú por parte del Estado peruano. Posteriormente, desde el Congreso de la República, promovimos su ratificación, convencidos de que fortalecería la justicia ambiental en el país y posicionaría el liderazgo de la diplomacia peruana en materia de Derechos Humanos en la región.
Desde Río +20, en el 2012, el Perú ha sido uno de los Estado líderes en el impulso, negociación y firma de este acuerdo internacional que busca garantizar los derechos a la participación ciudadana; el acceso a la información; la protección a defensores de Derechos Humanos; y el acceso a la justicia en asuntos ambientales. Tanto es así que, junto a México y Argentina, fue parte de la Mesa Directiva encargada de la negociación del Tratado, que finalmente fue adoptado en marzo de 2018.
Es por eso que veo con sorpresa que, recién ahora y en medio de una pandemia ocasionada precisamente por el relacionamiento inadecuado que hemos mantenido con el medio ambiente, aparezcan voces disonantes que pretenden desinformar sobre los alcances de este acuerdo internacional. Esta abierta afrenta al Tratado ni siquiera se presentó en la Comisión de Relaciones Exteriores del Parlamento disuelto, quien recibió, en primera instancia, el pedido de análisis y aprobación por parte de la Cancillería peruana.
Es una falacia que se argumente la falta de debate alrededor del Acuerdo de Escazú. De hecho, fue el primer tema que ocupó la atención de la denominada “Bancada Verde – Mesa de Trabajo Multipartidaria”, presidida por la congresista Ana María Choquehuanca, quien logró convocar alrededor de este y otros temas ambientales a un representante de cada una de las bancadas presentes en el Congreso. Lamentablemente, la crisis política desencadenó la disolución y la discusión del Tratado no llegó a producirse en la referida comisión, liderada entonces por el partido fujimorista.
Fueron largos los meses en los que a nivel mundial la sociedad civil organizada en gremios empresariales, ONGs y sindicatos participó, junto a los Estados de América Latina, en la negociación del acuerdo. Posteriormente, esta discusión se trasladó a las sedes nacionales en las que, también por meses, los ministerios de Justicia, Cultura, Relaciones Exteriores, la Defensoría del Pueblo, el Ministerio Público y el Poder Judicial discutieron sobre los alcances del instrumento internacional y terminaron por brindar su opinión favorable al mismo.
Resulta por lo menos anecdótico que, mientras ahora se cuestiona la pertinencia de la ratificación del Tratado en el fuero interno, a nivel internacional, la conformación de “Bancada Verde” propulsó la elección de la congresista Choquehuanca –a quien asesoraba en estos temas- como vicepresidenta para Sudamérica de la Red Parlamentaria de Cambio Climático (RPCC – Parlaméricas). Hoy, por cierto, el puesto se encuentra vacante, después de la disolución del Congreso en septiembre pasado, y sería saludable que algún parlamentario peruano tome la posta y convoque a las demás tiendas políticas en torno al Acuerdo de Escazú.
Debemos ser conscientes de que el tema de los Derechos Humanos polariza y estigmatiza en el Perú; más todavía si se relacionan a actividades extractivas o se piensa que cuestionan al modelo económico. Es precisamente lo que ocurre con el Acuerdo de Escazú, un Tratado de Derechos Humanos que, según la interpretación del Tribunal Constitucional, una vez ratificado, tendría rango constitucional en el Derecho interno. Visto de otro modo, formaría parte del bloque constitucional y, en consecuencia, todas las normas de menor rango tendrían que adecuarse a él y observar estándares distintos, más proteccionistas.
A nivel constitucional, lo que logra el Acuerdo de Escazú es fortalecer y materializar el derecho fundamental a vivir en un ambiente sano y adecuado para el desarrollo, previsto en la Constitución vigente. El ejercicio pleno de este derecho, caracterizado por su aplicación inmediata y su obligatoriedad para el Estado, requiere de medidas concretas como el poder acceder a información pública sobre temas ambientales, participar en los procesos de toma de decisiones, acceder a la justicia y no ser perseguido por defender al medio ambiente. Todas estas garantías mínimas son precisamente las que busca garantizar el Acuerdo de Escazú.
Sobre el Tratado se ha dicho –erróneamente- que desaparece la soberanía del Perú sobre sus recursos naturales e, incluso, se ha afirmado, con arbitrariedad en el cálculo, que perdería el 53% de su Amazonía. Lo cierto es que basta una búsqueda rápida en el instrumento internacional para verificar que no se ha hecho una sola mención a la palabra Amazonía y que, por el contrario, dispone que el principio que guiará su implementación será el de soberanía permanente de los Estados sobre sus recursos naturales (Art. 3.i).
No debe confundirse el que los Estados se obliguen internacionalmente a garantizar determinados derechos a sus ciudadanos, con la eliminación de su potestad de disponer cuál será el destino o la utilidad que le darán a sus recursos naturales. El Acuerdo de Escazú busca fijar estándares mínimos de Derechos Humanos en materia ambiental, en una región en la que todavía existen Estados que no han previsto un apartado legal que tutele eficazmente esta clase de derechos, a diferencia del Perú, que sí cuenta con algunas medidas generales que eventualmente podrían ser invocadas en contextos medioambientales. Resulta hasta conveniente para propiciar las inversiones que el Perú ratifique y promueva la ratificación regional del Acuerdo de Escazú, en tanto podrían neutralizarse ventajas competitivas perversas que van en contra de los derechos de la población y del medioambiente en la región.
El Tratado en cuestión introduce innovaciones favorables al desarrollo sostenible en el Perú, como las referidas al acceso a la información ambiental. Si bien en nuestro ordenamiento jurídico se encuentra vigente un cuerpo normativo que desarrolla el derecho fundamental de acceso a la información pública, el Acuerdo de Escazú incorpora la obligación de contar con sistemas de información ambiental, que contemplen, entre otros, un listado de las zonas contaminadas en el país. Un documento oficial de esta naturaleza es fundamental para definir una estrategia de desarrollo sostenible, mitigar/reparar el daño ambiental, y tomar decisiones públicas en base a evidencia, que aseguren los derechos de la población, además de la rica diversidad biológica propia de nuestro país.
Adicionalmente, exige a los Estados la divulgación de información relevante para que la ciudadanía esté en capacidad de adoptar medidas para prevenir o limitar daños, en caso de amenaza inminente a la salud pública o al medioambiente. Cabe resaltar que es el propio Tratado el que prevé la denegación de la información, de conformidad con la legislación nacional. En el caso peruano, en los supuestos de que sea clasificada como reservada, secreta o confidencial.
La incertidumbre generada por el desconocimiento en torno a las consecuencias para el medioambiente ha ralentizado el desarrollo de proyectos de inversión y ha avivado los conflictos sociales en el Perú. El acceso a la información propiciada por el Acuerdo de Escazú podría, inclusive, dinamizar la economía nacional y generar canales institucionales de diálogo informado para prevenir conflictos.
Respecto al derecho a la participación pública en los procesos de toma de decisiones ambientales, lo que pretende el Acuerdo de Escazú es otorgarle la posibilidad a la ciudadanía de opinar y de que sus opiniones sean consideradas por las autoridades competentes. En ningún supuesto prevé que la opinión vertida por la población suponga un veto a la decisión finalmente adoptada. En ese sentido, el derecho a la participación pública no debe confundirse con otros derechos, como el de la consulta previa, cuyos únicos titulares son los pueblos indígenas o tribales. En cualquier caso, el Tratado establece una clara diferenciación al disponer que, en su implementación, cada Estado Parte garantizará el respeto a su legislación nacional y a sus obligaciones internacionales relativas a los derechos de los pueblos indígenas.
En mi opinión, la resistencia de ciertos sectores a la ratificación del Acuerdo de Escazú radica en el apartado reservado al acceso a la justicia en asuntos ambientales, en tanto se reconoce, entre otros, una legitimidad activa amplia para demandar en favor del medioambiente (Art. 8.3.C), la posibilidad de acceder a medidas cautelares y provisionales (Art. 8.3.D), la inversión de la carga de la prueba en determinados supuestos (Art. 8.3.E), mecanismos de ejecución oportuna de las decisiones administrativas y judiciales (Art. 8.3.F), además de medidas que favorezcan la restitución al estado previo al daño, la restauración, la compensación o el pago de una sanción económica (Art. 8.3.G). Es preciso resaltar que todas estas disposiciones podrán aplicarse en el Derecho interno. Por lo tanto, no cabe el argumento de que los ciudadanos acudirán en reclamo a la Corte Internacional de Justicia, en la que los Estados poseen exclusiva legitimidad para demandar y ser demandados. Tampoco podrían recurrir a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, puesto que la competencia de esta se activa por una vulneración a la Convención de San José de Costa Rica, no por una transgresión al Acuerdo de Escazú.
Dado que cada vez es más frecuente conocer casos de persecución violenta contra personas defensoras de Derechos Humanos ambientales, mención aparte merece lo previsto en el Acuerdo de Escazú sobre las medidas de protección que buscan garantizar, entre otros, el derecho a la vida, a la integridad personal y a la libertad de opinión de este colectivo. Sin duda, este Tratado visibiliza la necesidad de dotarlos de garantías mínimas para la realización de sus labores y obliga a los Estados a implementar acciones concretas contra una problemática que, solo por exponer un ejemplo de los últimos días, ocasionó el asesinato del guardaparques del Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas por el Estado (Sernanp), Lorenzo Wampagkit Yamil, el último 31 de julio.
A pesar de que los destinatarios de las medidas previstas en el Acuerdo de Escazú son los Estados, las buenas prácticas corporativas y el principio de buena fe tendrían que llevar a las empresas del sector privado a proporcionar, con la mayor apertura, información sobre su relacionamiento con el medioambiente; promover espacios de diálogo y participación de la ciudadanía; colaborar con la administración de justicia en todas las instancias administrativas o judiciales en las que su cuestione su responsabilidad medioambiental; y a exigir la protección de los defensores de Derechos Humanos ambientales por parte del Estado. De esta manera, ayudarían a generar confianza y fortalecerían la relación con diversos actores sociales; además, claro está, de propiciar todos los beneficios directos hacia el medio ambiente. Empresas que se precien de ser social y ambientalmente responsables no podrían estar en contra de la ratificación de un instrumento internacional con medidas particularmente inofensivas para el Perú, pero potencialmente vitales para el desarrollo sostenible en la región.
El canciller López Chávarri ha expresado, en una entrevista para el diario El Comercio, que la Cancillería no está en contra del Acuerdo de Escazú, pero que es un documento que se encuentra en manos del Congreso de la República y que es aquí donde debe darse el debate. Lo cierto es que el Gobierno actual no solo no estuvo en contra de este Tratado, sino que además lo apoyó, lideró su negociación a nivel internacional y fue de los primeros en suscribirlo. La Cancillería, al defenderlo ante el Congreso de la República, defiende también la posición del propio Estado a nivel internacional y el trabajo permanente de la sociedad civil y el de otros sectores que brindaron su opinión favorable al convenio internacional.
El “Pacto Perú” propuesto por el Presidente Martín Vizcarra tendría que contemplar una variable medioambiental y fomentar consensos entre gremios empresariales, sindicatos, colectivos de Derechos Humanos y el Congreso de la República para ratificar el Acuerdo de Escazú. Sin este consenso mínimo no es posible avanzar en otros planteamientos que involucren acuerdos interinstitucionales, como el Plan Nacional de Acción de Empresas y Derechos Humanos, que ya se viene formulando y que requiere del empuje y compromiso de todos los sectores, particularmente del empresarial.